Que el Trabajo dignifique, un anhelo latinoamericano

Hace medio siglo que los pobres en América Latina son pobres pero no porque no trabajen, o como se vocifera desde las usinas comunicacionales del conservadurismo continental, “porque no quieran trabajar” sino porque sus trabajos son de supervivencia. Y porque esa situación es funcional a lo que los sectores de poder precisan.

América Latina es, sin ser el continente más pobre del mundo, el más desigual. La informalidad laboral y, por consiguiente, la deficiente representación de los trabajadores son dos fenómenos fuertemente vinculados que aportan a esta realidad estructural de nuestra región.

Tendencias globales y realidades latinoamericanas

La banda de sonido de la realidad a nivel global de los últimos (al menos) dos años suena al ritmo de pandemias, guerras interestatales, crisis en cadenas de suministros e inflación global. En nuestra región, la volatilidad de las variables socio y macroeconómicas tiene su correlato en el accionar de los gobiernos latinoamericanos, los cuales enfrentaron situaciones inesperadas debido al COVID – 19 y a la guerra en Ucrania, que les impidieron priorizar los temas de su propia agenda y los forzaron a diagramar estrategias de contención ante las dificultades económicas y sanitarias.

Mientras los gobiernos de la región tratan de gestionar bajo estas condiciones, el componente estructural de la desigualdad en América Latina tiene un fuerte vínculo por una dimensión del trabajo y que caracteriza a la realidad del continente: la informalidad laboral.

No es necesario realizar grandes estudios demográficos para identificar que en la América Latina de hoy, tener trabajo no exime a nadie de no quedar por debajo de la línea de la pobreza, sea como fuere que se mida en las distintas latitudes de nuestro continente. Miles de familias latinoamericanas no pueden satisfacer sus necesidades básicas a pesar de tener laburo. Controles lábiles por parte de los Estados a los patrones, cuerpos legales anacrónicos o ineficientes a la hora de garantizar trabajos dignos y no precarizados, jueces que condenan a las víctimas y no a los victimarios de la expansión del trabajo informal son, entre muchos otros, factores que juegan a favor de la persistencia de las malas condiciones laborales en la que se encuentran millones de personas.

Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en 2016 el 53% de los trabajadores latinoamericanos se encontraban en situaciones de informalidad laboral, lo que equivalía en ese momento a 130 millones de personas. Esa tasa es particularmente más significativa en las mujeres (54.3%), los jóvenes (62.4%) y la población mayor (78%). Uno supone que, con el advenimiento de la pandemia del COVID – 19, este número correspondiente al año 2016 creció de forma exponencial, al menos hasta que las economías se fueron reactivando. No obstante, sabemos que es más fácil destruir que construir y que esa recuperación paulatina acaecida sobre todo una vez que comenzó el año 2021 fue, en el mejor de los casos, para acercarse tímidamente a los niveles de la pre-pandemia.

Habiendo expresado la importancia del trabajo informal en términos cuantitativos, es necesario definir qué entendemos por informalidad. En un trabajo realizado por Andrés Espejo para la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), se define a la informalidad como el conjunto de actividades económicas desarrolladas por los trabajadores y las unidades económicas que, tanto en la legislación como en la práctica, están insuficientemente contempladas por sistemas formales o no lo están en absoluto. 

Este concepto fue evolucionando desde la década de los 70’, momento en el cual comienza a agotarse el modelo de industrialización por sustitución de importaciones que luego fue sucedido, en términos generales, por un aumento de la preponderancia del capital por sobre los trabajadores en la renta de los países. Esta reconversión económica se hizo bajo la conducción de dictaduras militares que destruyeron a sangre y fuego las finanzas soberanas de los Estados a partir de procesos brutales de endeudamiento, degradación del salario real de las grandes mayorías y de avance del capital especulativo por sobre el productivo. 

Lo cierto es que la informalidad se mantiene en franca expansión desde hace 50 años, y para entender su persistencia es necesario comprenderla como un conjunto de estrategias para generar ingresos que no están reguladas en las instituciones de la sociedad. No son actividades marginales, excluidas de la economía moderna y post – moderna; sino que constituyen una parte subordinada de la misma.

Hace medio siglo que los pobres en América Latina son pobres pero no porque no trabajen o, como se vocifera desde las usinas comunicacionales del conservadurismo continental, porque no quieran trabajar; sino porque sus trabajos son de supervivencia, se ubican en en una posición subalterna del capitalismo actual, y porque esa situación es funcional a lo que los sectores de poder precisan.

Lo dicho explica en parte el axioma que es parte de la realidad estructural de nuestra región: no somos los más pobres, pero sí los más desiguales. Y este hecho se comprende, claro está, si uno compara los niveles de ingresos entre el decil de la población que más gana y el que menos gana. Pero una parte importantísima de dicha desigualdad, la que está determinada por la informalidad estructural, se da al interior mismo de la clase trabajadora. En tiempos de movilidad social ascendente, sectores asalariados que pueden acceder a la posibilidad de salir de viaje al exterior o de cambiar el auto, viven en sociedades con sectores asalariados que muchas veces sufren de inseguridad alimentaria.

Distinta es la situación de los trabajadores formales, que en tiempos de crisis económicas tienen otros modos de organización colectiva que les permiten resistir a los embates del poder concentrado y canalizar demandas para defender sus intereses.

Un mejor lugar para nacer, vivir y morir

Hoy en día, una guerra que acontece en el Este de Europa afecta, como sostuvo Sergio Chodos, a los dos recursos que todos los habitantes del planeta consumimos: comida y energía. En un contexto en el cual América Latina intenta sacar la cabeza del agua luego de una pandemia que trastocó todas las reglas del mundo del trabajo, la nueva realidad dicta que es necesario un mayor compromiso con los sectores más postergados. 

Esto les cabe a los gobiernos que se autodefinen como populares, ya que los conservadores históricamente han construido y mantenido esta desigualdad acuciante y frente a ellos no quedan casi alternativas que resistir. Pero en las entrañas de esta segunda ola de tendencia popular en el continente, esta problemática del trabajo debe ser abordada como lo prescribe el momento histórico que se vive en la región.

Como jóvenes trabajadores y preocupados por esta realidad que vivimos día a día, retomamos la idea de plantear una posta como un lugar de encuentro. Las postas, al menos para nosotros, no son verdades indiscutibles y extendidas por los altavoces que responden a los intereses de aquellos que se ocultan en las sombras que le otorga el poder económico. Las ideas aquí volcadas, junto con las de otros compañeros y compañeras, son un intento de desmentir esa sentencia que ubica a los pobres donde están por su propio deseo o su vagancia.

En esta coyuntura de tiempo volátil y ‘liminal’, un término analítico muy útil de Álvaro García Linera, es necesario el debate sobre la realidad del trabajo del Siglo XXI, que aborde la informalidad, que discuta la representación de ciertos sectores de trabajadores, que indague sobre la sobrevalorada manía de emprender.

No obstante, más necesaria aún es la unidad de todos y todas (y con todos me refiero a todos) los trabajadores y trabajadoras: los/as de las fábricas, los/as que trabajan en un banco, las trabajadoras que realizan las tareas del cuidado, los/as que trabajan recolectando residuos, los/as que ponen una manta en la calle y los/as que cuidan autos en una calle perdida en la noche. La hermandad de la clase trabajadora debe llegar hasta ellas y ellos, si buscamos que América Latina algún día deje de ser el lugar más desigual para nacer y morir.

Ilustración por Florencia Guerrero y Juan Manuel Martinez

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