HABLA AMIGO Y ENTRA

Un réquiem por la ternura y la amistad social.

Un réquiem por la ternura y la amistad social.



“¿Qué pasó desde que sabes leer?” se escucha una voz de mujer hablándole a un niño que responde “La ciudad es mejor. Yo soy mejor”. El video se viralizó, transmitiendo ternura, generando sonrisas. Yo por ejemplo, recordé las tardes con aroma a tostadas y mate cocido, y a mi mamá repitiendo con paciencia intachable sílabas y sílabas, hasta que aprendí.

También quise recordar qué se sentía ver la ciudad sin saber leer, al ver los carteles, excepto los de dibujitos, siendo totalmente indescifrables. Un cartel rojo que dice PARE y una qué cómo va a frenar si no entiende lo que dice. Claramente una ciudad es mejor cuando uno aprende a leer. Antes de eso las señales venían de la boca de un adulto, que nos enseñaba a descifrarla como podía y como él mismo la había entendido.

No había carteles para leer pero sí muchas órdenes de parte de nuestras madres: detrás del terraplén no tienen que ir. Jueguen en la plaza y listo. Y así aprendimos a leer la ciudad a través de esos ojos adultos. Más allá de la vía, más allá del túnel, no hace falta ir, no tienen porqué ir. Veíamos la copa del lapacho florecido desde la plaza de calle 5. Cada tanto era tapada por los vagones del tren. Y alguna que otra vez, cuando subíamos para tirarnos en culopatín, espiamos a ese barrio.

Más tarde empezamos a cruzar el túnel, dándonos cuenta que en realidad ya transitabamos San Fernando hace rato, solo que la mayoría de las veces del otro lado de la vía. Del barrio se siguieron y se siguen diciendo muchas cosas, que ni vale enumerarlas porque los que viven en Baigorria y en Bermúdez ya lo saben. Y eso que aprendimos a decir, esa forma con la que aprendimos a observarlo, viene de mucho antes que nosotros aprendamos a leer y a observar.

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Las luces azulirojas alumbran la noche. Le aportan a la atmósfera un halo púrpura como un moretón que cuando lo apretás te duele. Suenan las sirenas. Se amucha la gente. Un puñado acá, otro en la otra esquina. No, no se cortó la luz, ni hace calor como para que estén en la vereda al caer la noche. Lo que pasó es que balearon a dos pibes.

Laureano e Ignacio recibieron el impacto de las balas que tiraron desde una moto. “Reconocemos el sonido de los tiros porque vivimos con eso”, dice el hermano del pibe que estuvo en terapia intensiva después del ataque. Y se pregunta que cómo puede ser que la policía no sepa, o se haga la boluda. Que tarde en venir la ambulancia, la cana, la justicia. La paz…

Las madres se aprietan sus manos. Como sosteniendo algo, como queriendo evitar que se les escape algo. Sospecho que se trata de la vida de sus pibes. Las miradas oscilan entre la rabia, la angustia y el miedo. Pero hay algo peor ahí: en sus pupilas asoma el borde de un abismo.

Día a día se levantan. Van hacia sus trabajos. Llevan a sus hijos a la escuela. Les preguntan dónde están a la tarde, a la noche. Los acompañan al club. Los llevan a jugar a la pelota. Los esperan con la comida. Y aún así, se acuestan con un presente durísimo que les respira en la nuca. La tragedia duerme en sus camas. Escuchan un balazo y corren a la pieza de sus pibes primero, a la calle después.

En un contexto que es una derrota diaria, y para pruebas basta un botón, salir a trabajar, parar esas ollas que están cada vez más cansadas, a veces educar al estómago para que no ruja, restregarse los ojos que conviven con el kerosene y con las boletas que se acumulan; cuidar, proteger y acompañar se vuelve una tarea más difícil. “Siento que hice todo para que mis hijos estudien y laburen, y de igual manera es como si lo único que tuvieran que hacer es  terminar vendiendo, o sangrando por una bala. Es insoportable”, dice una mamá. 

Es como levantar una casa, ladrillo por ladrillo, poner flores en su jardín, baldear la vereda, cuidar el techo de las goteras, para después salir a la calle y que el contenedor rebalse de basura, tres perros flacos se peleen por una bolsa de comida, el barro te llegue hasta las rodillas y el olor a mierda de las zanjas te invada la cocina… y si, eso también pasa. Todo para que después de tanto laburo una diga haciendo montoncitos con las manos: “¿Para qué?”.


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A metros nomás de donde balearon a Laureano e Ignacio, está el club San Fernando. Un espacio en el que jornada tras jornada, cientos de pibes van a jugar a la pelota. Al que clubes de impronta nacional vienen a hacer pruebas. Los pibes se atan los cordones, se levantan las medias, se ponen la camiseta, y gambetean. Porque están acostumbrados a gambetear.

Un cuerpo puede muchas cosas. Puede correr, puede saltar, puede bailar, puede abrazar. Esas gambas pueden muchas cosas. Aprendieron a vivir con la gambeta. Una avivada sudamericana. Una forma de jugar al fútbol, que tiene mucho más que ver con nuestras vidas, que aquella que trajeron los ingleses.

A menudo decimos que en Baigorria levantas una piedra y sale un jugador de fútbol. Y es verdad. Ahí, en San Fernando, nació Pol Fernández por ejemplo. Y amparados bajo ese y otros ejemplos, cientos de familias se mueven diariamente detrás de esa cosa redonda, que a veces es juguete, y a veces salvación. En las últimas semanas, las familias se mostraban preocupadas. Decían: “No podemos ni dejar que los chicos jueguen en la plaza, en la calle”. A mí al menos me dejaban ir a la plaza, ahora las madres tienen que preocuparse hasta por eso.

Cuando pensamos en el Diego, y un poco más acá, en Di Maria, recordamos de dónde salieron. Es el fiorito de Maradona, el barro de ese potrero, la cintura que forjó por jugar en la oscuridad de una plaza, con un arco improvisado. La mano de Dios que inventó porque nadie lo veía, hasta que estuvo bajo los ojos de un mundo que reconoció la viveza argentina, pero sobre todo la viveza del juego de los barrios.

Pensamos en la bici de la madre de Ángel que recorría, bajo la lluvia, en el frío, de noche, calles y calles hasta que se rompió la pared. En muchos lugares, muchos pibes ven cómo las paredes son rotas por las balas. Y no hay metáfora. A veces no hay lugar. La realidad nos obliga a divorciarnos de la poesía (y del juego).

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Laureano estaba yendo a laburar cuando lo sorprendió el impacto de una bala que no era para él, ni para su amigo que lo acompañaba. Tiene 21 años y muchas ganas de gambetear las jugadas que el destino puede tenerle preparadas por vivir en un barrio como San Fernando. “Se hablaron pestes de Laureano. Decían que algo habrá hecho para recibir ese ataque. Como si todo pibe de este barrio estuviera preparado para salir a vender, o terminar comprando.”, decían los familiares.

Una boca puede muchas cosas, puede decir, puede gritar, puede alentar. Y también decir mentiras. Una mano puede muchas cosas, puede escribir, puede sostener un libro, puede unir versos, puede trabajar. Y también empuñar un arma. Un pecho puede muchas cosas, puede palpitar, puede parar una pelota, puede ser almohada de otra cabeza que sueña. Y también recibir los puños cerrados del macho que se lo golpea para demostrar anda a saber qué.

Una madre puede muchas cosas, puede cuidar, puede criar, puede cocinar, puede abrazar. Un pibe puede muchas cosas, tiene todo por delante: Lo que no puede soportar es esta violencia.

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Termino de escribir esto mientras comienza agosto. Es el mes de las infancias y las redes se llenan de pedidos de donaciones para festejar en los barrios populares, en los merenderos, en las escuelas. Me viene a la mente la experiencia construida por Chiqui Gonzalez, cuando como directora de la Isla de los Inventos de Rosario, propuso que para la navidad se genere un encuentro de manos provenientes de distintas áreas para construir totems, amuletos, grullas, juguetes; objetos artesanales que multiplicaran el amor en la ciudad.

“La cultura para nosotros es también la distribución social del afecto”, dice Chiqui en su charla Tedx y agrega que imagina a la ciudad con una fábrica social del afecto. Más de 300 instituciones se sumaron a esa propuesta, y se inscribieron como socios en esa Sociedad de la Ternura para construir juguetes que luego fueron entregados a niños de la ciudad.  González destacaba además que no debía pensarse esa Sociedad de arriba hacia abajo. La importancia de que no se sumaran sólo quienes pudieran colaborar desde un lugar de riqueza del tiempo, y de los bolsillos, sino todo aquel que tuviera las ganas en su corazón.

Creo que experiencias como estas, tan cercanas y al mismo tiempo que se nos presentan tan monumentales, son dignas de ser rescatadas, perdiendo el miedo a que no nos salga igual, a que no seamos 300 sino 30, porque es necesario producir y distribuir afecto. Es necesario enseñar a leer también desde el amor. Enseñar a escuchar desde la ternura y la crítica. Acompañar a todas esas infancias que están aprendiendo a leer a sus barrios y sus ciudades desde el odio y la bronca. Desde el desamparo y la tristeza.

Es necesario volver a aprender a decir y a leer de otra forma. Ya lo dijo Freire e invocando su pedagogía de la ternura es que insisto en la necesidad no sólo de repensar nuestros lenguajes, de la mano de más y mejor imaginación política, de más y mejor creatividad social, sino también que sepamos que “Leer no es simplemente decodificar palabras, sino comprender el contexto en el que esas palabras están insertas”. Enseñar a leer debe ser también todo eso. Hablar con otros, debe conjugar toda esa riqueza.

En esta pérdida del hilo que está presentando este texto, en esta suelta de ideas, quiero destacar la experiencia que están llevando adelante los bermudenses de “La Peña del Proletariado” que hace unos cuantos lunes vienen realizando viandas para llevar la cena a vecinos de Copello y Barrio Quinta. Para mencionar que ellos se destacan como un grupo de amigos, “y nada más que eso” y que cuando dijeron eso me quedé pensando en realidad en la potencia de la amistad y en todo lo que pueden esos lazos.

En las entradas de muchos barrios populares es como si existieran carteles de alerta, de pare, de prohibido pasar. Quizás sea momento de ser como esos niños, que sin saber leer, pasan igual, y comparten la ternura. Quizás sea momento de hablar “amigo”, y destrabar esas puertas que nos separan, entrar a seguir generando comunidad. Aprender a leer y a decir de nuevo.

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