El derecho a vivir en la patria

Una historia trasandina, un objetivo en común: la memoria de dos pueblos unidos por un mismo destino orquestado desde el Norte.

Es la primera vez que tengo un diálogo con ellos, los vecinos de enfrente de la casa de mis viejos, los que saludo dos o tres veces por día y de los que ni siquiera sabía su nombre. Estoy en una cocina comedor azul celeste de una casa que queda en la calle donde viví la mayor parte de mi vida, la calle Misiones, en el barrio Villa Cassini. La pava llena de agua se está calentando en el fuego, Marisol está mirando la tele y Carlos va preparando el mate mientras me cuenta que lo ceba con una yerba especial por su diabetes.

Pensé que querías que vaya al estudio me dice ella mirando de reojo, en el estudio no hay problema le contesto, pero ahí trabajo, me siento más cómoda visitándolos, entrando en su casa. Quizás porque tengo la sensación que estando adentro de su mundo interior puedo entrar más rápido en confianza que delante de un escritorio, quizás porque me gusta observar pequeños detalles como la calcomanía del contorno de Malvinas con la bandera argentina que tienen pegada en el aparador.

Saco el lápiz y el cuaderno y le explico que voy a ir anotando todo lo que me van compartiendo para poder armar una parte de su historia, Carlos afirma con su cabeza mientras se toma el primer mate y comienza a viajar hacia la década del 70. No me mira, observa hacia adelante y yo imagino que por sus ojos desfilan imágenes de esos años, de su familia, de su juventud. Me cuenta que nació en Liquine, un pueblo de Chile de una sola callecita que por esa época rondaba los 400 habitantes, geográficamente ubicado enfrente de Junín de los Andes. Que trabajaba en un campo al sur, en un Complejo Forestal Maderedero en Valdivia junto a su papá, que se llamaba igual que él y era el encargado de aproximadamente 4 hectáreas. 

Lo interrumpo con un par de preguntas, entre ellas sobre el papá. Me explica que era algo así como un sindicalista, lo llamaban consejeros de provincia a quienes velaban por los obreros e intermediaban con la patronal. Era un hombre de ideas fuertes, pensante, con un sentido concepto de la justicia, que defendía a los trabajadores de cualquier conflicto. Había sido candidato electo para ser presidente del Pueblo, lo que supongo que sería algo así como un jefe Comunal o Intendente. Básicamente eso fue lo que lo convirtió en un desaparecido de la dictadura en el año 1973.

Carlos vivía en otra casa, pero supo que el día 10 de octubre detuvieron a su padre en su domicilio junto a varios compañeros capturados en el lugar de trabajo y se lo llevaron para que nunca más nadie de su familia pueda verlo, pueda buscarlo, para que nunca más ningún obrero pueda acudir a él.

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Levanto los ojos de mi cuaderno lila y le acepto un mate, trago el primer sorbo percibiendo la yerba dulzona, pero en mi boca siento un gusto amargo. Qué palabra tan triste y corriente la de Desaparecido en esta parte de América. Mi mente se dispersa pero rápidamente vuelve al cuaderno de hojas rayadas, la historia continúa y el sonido de las palabras de Carlos para mi ya no es igual.

Continua su relato rebobinando cronológicamente la historia aún más atrás, antes de octubre del año 73, cuando su padre aún vivía. Recuerda un viaje de varios kilómetros que hacía rutinariamente hasta un pueblo vecino en busca de materiales para su trabajo, es en uno de esos viajes donde le comunican el asesinato del presidente Allende en su propio despacho, el golpe de Estado que se apoderaba del poder y el Estado de Sitio que comenzaba a regir desde las 15 hs. ¿Cómo volver hasta su pueblo? Caminando, no había otra alternativa, así que emprende la marcha hasta que se cruza con una ambulancia manejada por un tío que lo reconoce y lo acerca.

En el año 74, con los militares ya consolidados en el poder, se queda sin trabajo y entrado el 75 un vecino que tenía familia en Cipoletti lo invita a venirse a la Argentina. Carlos se queda pensando en la posibilidad de fugarse pero de sus pensamientos lo saca un golpe en su puerta a cargo esta vez de la hermana del vecino que lo arrastra hasta su casa porque su mamá lo mandaba a llamar. Al ingresar a la casa contigua a la suya escucha que su fuga estaba decidida, que no había vuelta atrás y que no había nada para pensar. Lo vuelvo a interrumpir y esta vez para preguntar si lo perseguían, si después de la desaparición de su papá sentía miedo. Me dice que no tenía miedo, era consciente de que podían buscarlo simplemente por ser un trabajador descendiente de su propio padre, pero que los carabineros del pueblo se conocían y evadían su captura, se lo avisaban, se lo perdonaban.

Aun así estaba al corriente de la situación, de la sangre a montones que corría en Chile por esos años, sumada a la falta de trabajo que sentía en carne propia y se extendía por todo el territorio, por lo que no tardó muchos minutos en avisar a su mamá que se iba a la Argentina y partir con un bolso y un pedazo de pan.

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Salieron para estas tierras un 5 de enero del año 1975, caminaron varias horas hasta el anochecer y durmieron bajo unas ramas en el medio del monte sintiendo mucho frío. Era pleno verano pero lo que estaban cruzando a pie era nada más que la famosa cordillera de los Andes, sin agua, sin comida y sin abrigo pero con algo que los abrigaba: el deseo de vivir sin ser perseguidos.

Amaneció lluvioso, siguieron caminado, mientras tanto el remanente de pan que les quedaba se convertía poco a poco en masa en el momento que divisaban la frontera y el puesto de Gendarmería de la República Argentina. Desviaron lentamente aproximadamente 100 metros, con temor a ser descubiertos, pasaron la noche a la orilla de un lago al pie del Volcán Lanín y al otro día cuando empezaban a caminar nuevamente, comenzaron a cambiar las siluetas de los animales por personas y autos de turistas paseando que no se detenían ni por casualidad antes dos caminantes llenos de barro.

Luego de varias horas divisaron unos galpones donde intentarían pasar la noche al resguardo, pero en el momento en que discutían esa posibilidad, una camioneta blanca con un conductor de sombrero frena ante ellos y les hace señas que suban rápidamente. Los acerca hasta Junín de los Andes, los deja en la terminal, y posteriormente los acercan hasta una pensión donde iban a parar todos los que llegaban por esos días. Antes de dejarlos el hombre de sombrero les dice que esos galpones eran el destacamento militar de la ciudad.

Con los Pasajes hacia Cipoletti en mano y ninguna dirección donde buscar a la familia salvo el nombre de un barrio llamado “Don Bosco”, un barrio más grande que todo Capitán Bermúdez, llegan a la terminal de Neuquén y desde arriba del colectivo Carlos reconoce a una mujer de su Pueblo. Otra ayuda en el camino: ella conocía a los familiares que buscaban y los lleva hasta allí. Consigue trabajo en una chacra, y esta vez viajo un poco yo recordando la primera vez que pise el Sur con mis abuelos visitando a una prima y la chacra de su familia. ¿Cosechaban manzanas o peras?, le pregunto. Manzanas, me responde.

Me dice que pasaron unos meses y un día cuando está cargando un camión de frutas saliendo hacia Buenos Aires, le comunican que no podía viajar. Era marzo del 76 y un golpe de Estado se apoderaba del gobierno de nuestro país.

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Marisol había abandonado su silla y la tv para ir a buscar unas fotos y un libro llamado “Recuerdos de la Guerra” donde figura la historia de Carlos padre y otros 4 casos similares del Pueblo. Me cuenta que estuvieron en un acto en el Puente Rodrigo de Bastidas a orillas del Rio Toltén donde hoy se encuentra un memorándum, y donde fueron ejecutados y arrojados algunos detenidos desaparecidos, entre ellos Carlos Figueroa Zapata. El mismo lugar donde años más tarde aun en dictadura, uno de los hermanos de Carlos aparece muerto, el gobierno dice que es un suicidio ellos saben que murió en manos de los carabineros.

Ella llega a nuestro país en colectivo, en ese momento estaba casada con el hijo de unos militantes y para no correr riesgo se habían venido. Me cuenta que quería al presidente pero que fue entendiendo todo estando lejos de Chile y recuerda una anécdota de su madre en la ciudad donde vivían, Temuco, donde compraban quintales de harina para cocinar y donde meses antes del golpe iban faltando poco a poco productos de primera necesidad. Su madre un día caminando por el barrio descubre desde una ventana que en el depósito del almacén había mucha mercadería, entre ella, la harina que el almacenero no le vendía por estar desabastecido. Me gustaría saber si él siendo un vecino y sabiendo que necesitábamos de esos insumos para alimentarnos no nos quería vender o si estaba amenazado, reflexiona.

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No me queda mucho por preguntar, les agradezco su tiempo, su historia compartida, me hablan un poco del presente de nuestro país, de la deuda que tomó el ex presidente, de los medios que desinforman y yo sigo escuchándolos mientras me voy preguntando ¿Cómo se puede pensar que las dictaduras latinoamericanas de los años 70 fueron hechos aislados?, ¿Cómo no reconocer en el pueblo chileno la historia de nuestro propio pueblo?, nuestros golpes sangrientos, nuestros desaparecidos, las políticas económicas que nos impusieron, fueron parte de un plan concertado mucho más grande impuesto por el Norte.

La historia de Carlos y Marisol seguramente es la de otros muchos que no pudieron contarla, estoy convencida que ambos tuvieron una especie de ángeles en el camino, ese tío en la ambulancia, ese conductor de sombrero y esa vecina del pueblo ayudaron a que hoy puedan contarme su historia convirtiéndose en las voces de los que ya no están presentes físicamente pero sí en la memoria colectiva de los pueblos latinoamericanos de la Patria Grande. Salgo a la calle pensando que hace un rato eran simples vecinos, y ahora los reconozco como compañeros y destinatarios de este discurso, que voy repasando mientras cierro el portón de rejas bajas y cruzo la calle:

“…Me dirijo al hombre de Chile, al obrero, al campesino, al intelectual, a aquellos que serán perseguidos, porque en nuestro país el fascismo ya estuvo hace muchas horas presente; en los atentados terroristas, volando los puentes, cortando las vías férreas, destruyendo lo oleoductos y los gaseoductos, frente al silencio de quienes tenían la obligación de proceder. Estaban comprometidos. La historia los juzgará.

Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la Patria.

El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse.

Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.

¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!”

Composición por Juan Manuel Martinez y Florencia Guerrero
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